Nunca entendí muy bien el título de la película de Antonio Banderas, no me gustó la película ni tampoco me gusta Antonio Banderas. No me gusta que haga frío, que se nuble de repente, que el mes de febrero sea el mes del examen final.
Porque de eso se trata cuando se habla de las galerías españolas. ARCO es un examen que hay que pasar cuando de lo que debería de tratarse es de enseñar su trabajo (el de las galerías y el de los artistas), promocionarlo y venderlo. Pero no. Desde siempre los galeristas españoles parece que han estado más pendientes de la imagen que iban a dar que del resultado real de los propósitos de una feria comercial. Y me incluyo, en pretérito (un pretérito bastante imperfecto y demasiado compuesto).
Aún recuerdo, espeluznado, el paseo de los miembros del Comité (alguno aún está o vuelve a estar ahí) por los pasillos cuando, horas antes de la inauguración de la feria, los pobres galeristas estábamos taladro en mano y siempre con riesgo de electrocutarnos con un foco. Las sonrisas, cómplices o no, y un temblor en las piernas que los vecinos de stand extranjeros no podían entender. A ellos les pasaban otras cosas. A un emérito matrimonio suizo que estaba frente a nosotros estuvieron a punto de atravesarles un espléndido tàpies que tenían apoyado en una columna con un toro mecánico conducido a toda velocidad por un insensato. Y el Comité sonrió. Otro matrimonio alemán me preguntaba atónito por qué les seguían reteniendo en la aduana (la aduana de la Feria) sus cuadros, la cosa estaba a punto de inaugurarse y nadie les entendía ni en inglés ni en alemán ni en nada. Y el Comité pasaba de largo, sonriendo, los pobres españoles seguíamos luchando con el taladro y con los focos y discutiendo a voz en grito con cualquier empleado que, siempre, te plantaba cara. En español castizo.
No me gusta el mes de febrero. Llevo muy mal el recuerdo helador de un Tribunal socarrón, vestido de luto y con una fusta a la espalda que me iba a seguir examinando el resto de mis días. Desperado.
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