domingo, 28 de octubre de 2007

¡AY DEL POBRE QUE TENGA QUE SER PROMOCIONADO!



Eduardo Arroyo nos regaló ayer en Babelia uno de los mejores si no el mejor artículo que se ha escrito sobre ARCO desde su creación, hace ya bastantes años. Eduardo Arroyo escribe bien y, como se suele decir, no pierde ripio. Porque ripiosas son algunas de las secuencias de la historia de la feria y rijosa, en la primera acepción del diccionario de la Academia, la secuencia final o prefinal, la conclusión a la que ha llegado el comité de selección y los chicos o las chicas de Lourdes Fernández, la actual directora ya no tan flamante. Flamígera parece, y lo es porque sí.

Porque la exclusión, por decirlo de una forma elegante, de ¿24?, ¿48? galerías españolas, muchas de ellas con una profesionalidad a prueba de años y de dineros, es el peor y el mayor ejercicio de papanatismo, de falta de pudor y lo que es peor, de falta de vergüenza. Arroyo no lo dice así, pero casi, pero esto es un blog que lee muy poca gente y que me sirve si no para comunicarme, que a lo mejor, sí para verter por escrito el lamento por la tradicional estrechez de miras de esos presuntos profesionales de la moqueta gris, adictos al uniforme negro, a la emergencia, a la subvención y al cotilleo.

Hay que leer el artículo de Arroyo, y darle la razón. Desde su opinión, larga, afilada, sobre el pobre Alberto Ruiz de Samaniego, al que deja descabezado (maltrecho ya lo estaba desde la inauguración de la Bienal de Venecia) hasta la revisión del pasado tortuoso de la feria tantos años en manos de Rosina Gómez de Baeza (“aquella malísima gestión”) y de “sus potentes y temidas asesoras talibanas” con las que no es cruel porque sí, con las trufas, amargas, de anécdotas sangrantes, llega a una solución memorable al solicitar dos comités distintos, uno para el pabellón histórico, al que no llama así, y otro para “el otro”.

El pintor escribe bien, muy bien, pero deja sin embargo a varios títeres sin descabezar. Supongo que ya lo harán los otros y que todo esto no quedará como siempre en una charla apresurada en los corrillos, en las inauguraciones del Reina, en las reboticas de las galerías, en los estudios de los pintores. Porque al final, sin embargo, sigue quedando ese rumor de calamares fritos, esa azafata con un zapato puesto y otro quitado, esa ruina moral del galerista honrado al que le ha vuelto a entrar frío de repente, después de haber pagado tantas facturas, de haber hecho antesala ante un jefe de servicio de artes plásticas de su gobierno autónomo, de haber mendigado unos metros más, un pasillo decente, una mirada menos oblicua del carpintero que le ha vuelto a clavar, después de tantos años, una alcayata en medio de la pared inmaculada.

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