jueves, 22 de febrero de 2007

STABAT MATER



Pues sí. Que hay gente que todavía piensa que es una desgracia que a ARCO, o a otras ferias, se vaya a comprar y a vender. Entonces, ¿para qué sirven las bienales y los espacios alternativos (aunque a veces la alternancia sea sólo un adorno) o los centros de arte?. Repetimos.

Nosotros ya no tenemos ninguna galería ni somos pintores ni críticos ni asesoramos a nadie (¡faltaría más!) ni siquiera tenemos doce mil euros a mano para comprarnos esa fotografía que tanto nos gustaba o ese dibujito con el que nos encantaría convivir. Tenemos amigos que sí, que son pintores (o músicos o performers), que son galeristas (o que lo fueron o que quizás lo volverán a ser), que dirigen museos, que asesoran colecciones, que tasan, que subastan, que pinchan y que cortan. Para todos ellos, queridos o no, van nuestras lágrimas (más frecuentes de lo debido), nuestro verbo vespertino, algo cansado, y, la mayor parte de las veces, nuestros mejores deseos. Nos lean o no.

O sea que nos gustó que a ARCO se fuera a vender, porque si no, ¿a qué?. Lo que nos siguió sin gustar, lo que nos pone los pelos de punta, es el jodido escalafón, la arbitraria distribución de los espacios en función de los gustos y las estrategias funcionariales del Comité, que no lo forman ni todos los que están ni, desde luego, todos los que son. Que Marlborough o la Pace estén nada más entrar, tiene un pase. Que Carles Taché o Soledad Lorenzo o Juana de Aizpuru tengan buenas esquinas, también pasa. Que Elvira Mignoni esté al lado de Bernd Klüser o Fúcares junto a Lelong pues parece que es casi lógico. Más o menos. Pero que te condenen al pasillo “E”, al “J” o incluso al “I” (repasad, repasad el plano) parece una venganza. Es como lo que ocurría antiguamente en el Pabellón de Cristal (¡menudo nombre!), en la Casa de Campo. Allí era peor, sobre todo porque había que subir escaleras. La primera planta, los innovadores, la vanguardia. La intermedia, muy pequeña, el “establishment”, la pobre Juana Mordó, Marisa, de Ciento, Evelyn, de Aele, y, para dar relumbrón, Lucio Amelio, que se aburría mortalmente, y Leo Castelli que se reía mucho pero que no daba crédito (no es que no lo concediera, es que no se podía creer lo que estaba pasando). Y luego, en la tercera planta, “los otros”, los figurativos, los raros, los históricos y los de provincias (allí estuvimos nosotros unos cuantos años). Aunque allí se podían encontrar auténticas joyas, unos millares fastuosos a menos de un millón de pesetas (en 1987) o una serie de dibujos de Warhol desconocidos (nunca más los he vuelto a ver) al mismo precio, la unidad. Y grabados fantásticos y apuntes de Beuys que nadie miraba. Recuerdo con deleite (y no pienso recordar nada más) el espléndido stand que montó la galería Dieciséis de San Sebastián, que no sé si existe todavía, con los cuadros de Isabel Baquedano (¿1988?). Un stand monográfico, cosa que ahora es impensable, limpio, exquisito, sensacional.

Me está acompañando el “Stabat Mater” de Pergolesi, que me encanta (aunque mi amiga Nené diga que el mejor es el de Rossini), en una grabación bastante decente aunque no histórica. “Cuius animam gementem”, y no quiero parecer sacrílego, me siento. Porque en este calvario que hemos elegido hay por lo menos cinco movimientos hasta el “inflammatus et accensus” con el que parece que se acaba la cosa. Que se repite año tras año. Y que parece que no podamos vivir sin ello.

(Le dedico mi memoria amatoria a mi profundo amigo M.Q. que, seguramente, me estará escuchando).

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