Ando revolviendo las estanterías algo ladeadas de mi pasillo más o menos interminable para quitarme de encima varios tomos sobre la Guerra Civil, la posguerra y la madre que los parió porque me he propuesto airear un poco mis interiores y dar suelta a varios de mis exteriores.
La cuestión es que le he regalado parte de mi pasado libresco al doctor Finch y estoy a punto de deshacerme de más de doscientos tomos, tomitos y tomazos que se empeñaban en ahogar mi entretenimiento y parece ser que no me dejaban progresar. Aunque ya veremos.
Ando, pues, limpiando, fijando y dando esplendor a casi todos los anaqueles cercanos e incluso a alguno de los lejanos. Y entonces aparecen, en ese afán de ordenar, cosas insospechadas e incluso inhóspitas.
En un requiebro (en un rincón, en un recodo, en un pliegue de una de las estanterías) ha aparecido un tomo que no había visto nunca, Ni lo he comprado, ni lo había, ni pertenece a la biblioteca familiar ni tan siquiera formaba parte de algún despiste viajero o viajador. ¿Quién lo ha puesto ahí?. Se trata del número cuatro de las Éditions Ruedo Ibérico y se titula, ni más ni menos, Versos para Antonio Machado. Publicado en 1962, cuando yo tenía (iba a poner “ostentaba”) ocho años, luce unas leves y como desdibujadas portada y contra de Manolo Millares, unos trazos azules tirando a verdes (firmado “MILLARES”) y recoge varios poemas en homenaje a don Antonio, “destinados a conmemorar la institución Premio Antonio Machado” que no sé si tuvo continuidad, ni en París ni en Collioure. Se imprimieron seiscientos ejemplares y el mío conserva toda su lozanía, si cabe, y ni una sola mancha de orín ni de verdín ni siquiera de nostalgia, porque para eso están los lectores y no los editores.
La cuestión es que “la ardua sentencia de la posteridad” de la que hablábamos el día anterior ha sido implacable. Tremendamente implacable. Y a lo mejor lamento haber encontrado el libro (pero ¿quién lo ha metido ahí?) como lamento que Jaime Gil de Biedma escribiera tan penosos versos (¿qué es eso de “A ti, compañero y padre / reconocida presencia”? ¿son suyos esos versos?), que José Agustín Goytisolo alce su vaso y brinde “por tu claro camino”, que Ramón de Garciasol, del que no me había vuelto a acordar, vuelva a clamar por su claridad en una ¿loa? a la “España molinera / parteadora / presa en la primavera…” y que, en fin, se me revuelvan los restos con los quejidos, las loas con los requiems y el pasado con el pasado. Tremendo.
Voy a hacer un nuevo examen de conciencia. Grave. Voy a volver a leer a don Antonio (nunca he dejado de hacerlo) y me voy a quedar con Claudio Rodríguez, el único que sabía lo que se decía, o eso pretendieron, en 1962, los del Ruedo, menos ibérico de lo que pudiera parecer: “(Bien sabe él que está despierto, / más despierto que nadie.)” . A la orilla (izquierda) del Sena, como si fuera un Duero capitalino. O como si no.
2 comentarios:
Qué envidia que me das con tu sensibilidad por la ópera, por la poesía. Es la misma envidia que me dan los que saben jugar al ajedrez. Me parecéis personas con un delicado intelecto, capaces de absorber y de sorber una belleza que a mi se me escapa, se me resbala. Capaces de ralentizar el tiempo para captarlo en cada uno de sus instantes.
Jodido, aprovéchalo.
Con enorme retraso por culpa de insatisfacciones varias, he de reconocer(te) que preferiría saber jugar al ajedrez, por ejemplo, que lamentarme de unos versos o incluso que regocijarme con otros. Sigo con mis estanterías y la cosa se ha complicado porque ando revolviendo todas y cada una. Hay barricadas insoportables por todas partes y el pasado se me ha vuelto a revolver con el futuro: ¿para qué me van a servir don Miguel o don Ramón María o don Antonio con tanto olor a calamar por las calles y el ánimo tirando a turbio? Tengo que ponerme a escribir(te) porque es lo único que me salva. Y a don Antonio, a don Ramón María, a don Claudio.
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