jueves, 23 de julio de 2009

EL SEGUNDO IMPERIO


El título viene al hilo del comentario de mi querido interlocutor Audiotalaia, alias Educomelles, que tan atento está (y tan atento es) a y con todos mis avatares librescos. Y porque cada vez que me paseo por el quartier barcelonés de Rambla de Catalunya-Consell de Cent-Balmes me quedo con ganas de contárselo. Con desganas.

En plena ola de calor empecé comiéndome un espléndido bocadillo de jamón en el Forn de Sant Jaume, al lado de la galería Joan Prats, porque los bocadillos están buenos (y los chocolates y el cabello de ángel y los fantásticos hojaldres) y porque estoy convencido de que hay que entrar bien merendado a según qué galería. A la mayoría, vamos. Y acometí la exposición de Víctor Pimstein con el ánimo adecuado y sin demasiados prejuicios.

Me gustó aunque no me entusiasmó. Pero estoy convencido de que el artista, del que no había visto más que fotografías de sus cuadros, va en serio. No es que se lo tome en serio, que lo hace, sino que es que sabe lo que hace y lo hace bien.

Los cuadros son bonitos, menos etéreos de lo que el crítico que escribe el texto del catálogo pretende, porque ese texto creo (en mi poco humilde opinión) que flaco favor le hace a la pintura de Pimstein. Alex Bauzà, que es quien firma el texto, se empeña desde el principio en demostrar que los cuadros son, ¡válgame Dios!, meros “soportes materiales para la pintura” (sic). ¡Pero si al pintor lo que le gusta es pintar!. Por qué el crítico, o lo que quiera que sea el señor Bauzá, dice así, a las bravas, que la pintura es “retórica (en cuanto a) proceso” y desprecia, o eso parece, “la estéril autorreferencialidad de cierta pintura abstracta”. ¿Es Tàpies estéril y autorreferente? ¿O Millares? ¿O Rothko? Más autorreferenciales que cualquiera de los tres, imposible. Pero ¿estériles?. Que parece que ese señor se avergüenza de los pintores “que pintan” y arrastra con ello al artista. Como si el estar (o el ser) más próximo a la fotografía nos salvara (les salvara a ellos, los pintores) de algo. De todo. No me gusta todo esto.

Después crucé la acera, y ojalá no lo hubiera hecho, y me metí en Senda. Christopher Mir, que por el apellido podría ser de Caldetas o de Montroig, y al que el suplemento de La Vanguardia de ayer mismo le dedicó un amplio artículo, no hace más que enredar el asunto. El señor Mir sí que se siente culpable. De ser pintor y hasta de ser coleccionista de imágenes. Porque además va y las pinta en unos tremendos collages (no sé cómo llamarlos) ácidos y la mayoría banales. ¿Por qué ese empeño en pintar, en llenar el cuadro, en acentuar una y mil veces, como en una mala novela de pobre argumento, para luego no poder recordar nada. ¿Por qué todo ese trabajo?.

Seguí, sediento y algo desazonado, pero prefiero no seguir contando. Margaret Métras tenía cerrado, Llucià Homs también, Carles Taché seguía con Tony Cragg (su dinero le habrá costado) y Toni Tàpies celebraba una especie de hermanamiento Toronto-Barcelona que no me interesó en absoluto. El segundo imperio no es el de la fotografía, hermanos. Es, como el primero, el de la pintura, como representación, como oficio y como celebración. Y el que se avergüence, que se dedique a vender pisos o a dar clases de wind-surf.

N: La ilustración corresponde a la fotografía de unos de los cuadros de Víctor Pimstein, el titulado Horizon 15, que cuelgan en Joan Prats.

domingo, 19 de julio de 2009

EL SILENCIO TIENE UN NOMBRE (DOMINGO DEL MES DE JULIO) Y LA INDECISIÓN VARIOS


Pues es que no se trata precisamente de indecisión, vamos, sino de una especie de apatía a la que no estoy acostumbrado. Quizás es que necesito unas vacaciones o que el sol ha empezado a parecerme un enemigo o que no soporto, definitivamente, el olor a fritanga que se pega a las piedras, a las piedras construidas, como si fuera una lapa malévola dispuesta a recordarnos a cada momento que somos polvo, ceniza y grasa.

Y también digamos que disfruto de este silencio un poco a medias. Porque no soy capaz de tirar adelante un librito de relatos en el que estoy metido o quizás porque me he puesto a orear, ya lo conté hace unos días, la literatura de los demás. En eso estamos y ahora me doy cuenta de que no es un buen ejercicio. Ni tan siquiera higiénico.

Veamos: a la izquierda de mi cama (mirando a la cama) hay una especie de costurero antiguo que hace las veces de mesilla de noche y que es donde reposan, en tropel, las novedades, lo que estoy leyendo o a punto de leer. Demasiadas cosas apoyadas por una especie de escabel en el que yacen libros pendientes: de lectura, de olvido o incluso de destrucción definitiva. Hasta ahí más o menos bien.

Encima del escabel se yergue una hermosa estantería modernista, pequeña y con una especie de hojas de acanto talladas en la madera, que me regaló no hace mucho mi querida amiga Maripa S. y que ha venido a ocupar, completamente, don Josep Pla. Parte de sus obras completas, tan bonitas encuadernadas en azul oscuro, cosas de bolsillo, alguna rareza y una sola delicadeza que necesita una restauración. Pero al lado, junto a lo que fue la puerta de la alcoba, me he empeñado en reunir, sobre ocho baldas de un mueble demasiado alto, al 98, el 27, los ismos y hasta los cataclismos. Ahí reside el problema, la indecisión, los ácaros e incluso los recuerdos. Los buenos y los malos (recuerdos, que no hay ácaros buenos).

¿Don Ramón María al lado de don Miguel? ¿Buñuel junto a Lorca? ¿El Manifest groc junto a los espantosos Rostros ocultos de Salvador Dalí? ¿Dónde pongo a Dámaso Alonso? ¿Qué hago con Ismael de la Serna? ¿Por qué no tiro de una vez el libro de Tarín-Iglesias sobre Unamuno o El Cid Campeador de la pobre María Teresa León?

Ante tanta indecisión he optado por olvidarme del siglo XX hasta el mes de septiembre e intentar hacer algo por el XXI. ¿Seré capaz?

N.: La ilustración corresponde a una fotografía antigua de una procesión marítimo-terrestre, probablemente de algún lugar en Galicia, en honor a la Virgen el Carmen, a la que suelo invocar por estas fechas en demanda de algo más de cordura, sobre todo terrestre (iba a escribir terrenal).

martes, 7 de julio de 2009

ANDO REVOLVIENDO


Ando revolviendo las estanterías algo ladeadas de mi pasillo más o menos interminable para quitarme de encima varios tomos sobre la Guerra Civil, la posguerra y la madre que los parió porque me he propuesto airear un poco mis interiores y dar suelta a varios de mis exteriores.

La cuestión es que le he regalado parte de mi pasado libresco al doctor Finch y estoy a punto de deshacerme de más de doscientos tomos, tomitos y tomazos que se empeñaban en ahogar mi entretenimiento y parece ser que no me dejaban progresar. Aunque ya veremos.

Ando, pues, limpiando, fijando y dando esplendor a casi todos los anaqueles cercanos e incluso a alguno de los lejanos. Y entonces aparecen, en ese afán de ordenar, cosas insospechadas e incluso inhóspitas.

En un requiebro (en un rincón, en un recodo, en un pliegue de una de las estanterías) ha aparecido un tomo que no había visto nunca, Ni lo he comprado, ni lo había, ni pertenece a la biblioteca familiar ni tan siquiera formaba parte de algún despiste viajero o viajador. ¿Quién lo ha puesto ahí?. Se trata del número cuatro de las Éditions Ruedo Ibérico y se titula, ni más ni menos, Versos para Antonio Machado. Publicado en 1962, cuando yo tenía (iba a poner “ostentaba”) ocho años, luce unas leves y como desdibujadas portada y contra de Manolo Millares, unos trazos azules tirando a verdes (firmado “MILLARES”) y recoge varios poemas en homenaje a don Antonio, “destinados a conmemorar la institución Premio Antonio Machado” que no sé si tuvo continuidad, ni en París ni en Collioure. Se imprimieron seiscientos ejemplares y el mío conserva toda su lozanía, si cabe, y ni una sola mancha de orín ni de verdín ni siquiera de nostalgia, porque para eso están los lectores y no los editores.

La cuestión es que “la ardua sentencia de la posteridad” de la que hablábamos el día anterior ha sido implacable. Tremendamente implacable. Y a lo mejor lamento haber encontrado el libro (pero ¿quién lo ha metido ahí?) como lamento que Jaime Gil de Biedma escribiera tan penosos versos (¿qué es eso de “A ti, compañero y padre / reconocida presencia”? ¿son suyos esos versos?), que José Agustín Goytisolo alce su vaso y brinde “por tu claro camino”, que Ramón de Garciasol, del que no me había vuelto a acordar, vuelva a clamar por su claridad en una ¿loa? a la “España molinera / parteadora / presa en la primavera…” y que, en fin, se me revuelvan los restos con los quejidos, las loas con los requiems y el pasado con el pasado. Tremendo.

Voy a hacer un nuevo examen de conciencia. Grave. Voy a volver a leer a don Antonio (nunca he dejado de hacerlo) y me voy a quedar con Claudio Rodríguez, el único que sabía lo que se decía, o eso pretendieron, en 1962, los del Ruedo, menos ibérico de lo que pudiera parecer: “(Bien sabe él que está despierto, / más despierto que nadie.)” . A la orilla (izquierda) del Sena, como si fuera un Duero capitalino. O como si no.

viernes, 3 de julio de 2009

TRANSMEDITERRÁNEA


He pasado más de un mes de luto riguroso y ahora que entro en el alivio resulta que no hago más que leer obituarios y programas de exequias y cantos fúnebres por doquier. Y lo digo con todo el respeto (¡el miedo!) que el asunto puede merecer.

A la pobre Farrah Fawcett-Majors le han hecho poco caso, a Michael Jackson bastante más y a Baltasar Porcel, que en estos momentos tiene su capilla ardiente en el Palau Moja, el diario La Vanguardia, por ejemplo, le está dedicando páginas enteras desde ayer. Lo que no me parece mal, ni mucho menos.

Lo mejor que se ha publicado en esas páginas es el texto corto de Pere Gimferrer titulado De Andratx al crepúsculo en el que repasa la relación con el escritor de una manera maravillosa. Escueta, justa, nada halagadora, exacta. Y es que Gimferrer es un gran escritor, ese sí que sí, no suele echar mano de los currículos y dice justo lo que quiere decir. Al resto, a muchos de los otros prohombres (y promujeres) de las letras, no hay por dónde cogerlos.

Sólo hablé una vez con Porcel, mejor dicho asistí a una breve charla del escritor, entonces muy joven, Àlex Susanna con el mallorquín en la cubierta de un barco parecido al de la ilustración, si no el mismo, durante uno de esas largas travesías transmediterráneas Barcelona-Ibiza con escala en Palma de Mallorca. Era un mes de invierno, hacía frío en la cubierta del Ciudad de Valencia y Baltasar Porcel pontificaba con la mirada perdida en algún punto de nuestro mar común, ese Mare Internum del que no nos podemos sustraer, de tan común, tan interno y tan merecedor como nos sigue pareciendo.

Luego tuve algo que ver, poco, con el Institut d’Estudis Mediterranis, creo que se llamaba así, que estaba en el antiguo edificio Atlántico de Diagonal-Balmes. Mal nombre el del edificio para el Institut, pero las cosas suelen tener (nos suelen proponer) requiebros de ese jaez. Mal recuerdo, quizás.

Y poco más. “L’ardua sentenza” de la posteridad, como recuerda Gimferrer, se irá encargando de lo demás. Hasta de mis huidas a Ibiza, de los poemas penosos garrapateados en las servilletas del American Soda y hasta de las Cartas Marruecas de don José Cadalso que aún no sé por qué me empeñaba en llevar siempre en la mochila. Aunque de esas tres últimas cosas no ha hecho falta esperar tanto para hacerlas tan livianas como el papel Smoking para liar un canutito al amanecer, casi a punto de atracar en el puerto de Ibiza y antes de que apareciera la Guardia Civil.

N.: La ilustración corresponde a una fotografía de Carles Marí del buque Ciudad de Valencia, de la compañía Transmediterránea, atracado en el puerto de Ibiza. Evidentemente.